Carlos Vicente de Roux
Ex concejal de Bogotá
Adónde ha ido a parar el paro de los jóvenes
Edición N° 12. Julio-Agosto de 2021. Pensar la Ciudad
Todavía es temprano para entender lo que ha ocurrido en Colombia y, en particular, en varias de sus grandes ciudades, a partir del 28 de abril pasado, pero no sobra arriesgar algunas afirmaciones sobre el tema.
Del malestar social al estallido social
En el campo de los que protestan se deben distinguir tres fenómenos. En primer lugar, como telón de fondo, una inconformidad extendida y difusa con la situación del país y la manera como el gobierno la está encarando. Se trata, por una parte, de un malestar general que viene de bastante atrás y es causado por el deterioro de la situación económica y social, la inseguridad y la corrupción, malestar que se agudizó por la pandemia de la Covid 19 y alcanzó un clímax con la reforma tributaria propuesta por Carrasquilla. Hay también una indisposición de tinte más político, que opone a una buena parte de la opinión con la trayectoria del uribismo y del actual gobierno sobre la paz y los derechos humanos, la separación de poderes, las relaciones internacionales, etc.
El segundo factor por tener en cuenta es la amplia movilización social, protagonizada básicamente por jóvenes de los sectores populares, que se desencadenó a finales de abril.
Por último, hay un componente de acción juvenil violenta, que se entrelaza en diversas formas y proporciones con la movilización general.
Los ciudadanos inconformes son muchísimos más que los que se movilizan: el paro llegó a gozar de un alto respaldo, de acuerdo con las encuestas (75%, según Datexco). Y los que se movilizan son muchísimos más que quienes realizan actos violentos.
Protestas de baja y alta ilegalidad
El derecho a la protesta y su articulación con diversos derechos fundamentales (expresión, reunión, manifestación, asociación...), está debidamente reconocido en Colombia. Los tribunales han dicho, palabra más, palabra menos, que es propio de su ejercicio tener efectos disruptivos, alterar la marcha normal de la vida ciudadana, causar molestias. Parecería obvio, entonces, que cuando una manifestación no va más allá de interrumpir el tránsito en una vía pública, ocupar una plaza o un parque frecuentados por la ciudadanía o hacer una bulla estruendosa, no se está saliendo de los límites de aquel ejercicio.
Sin embargo, la Corte Constitucional declaró exequible en 2012 unos artículos del Código Penal que sancionan a quien “por cualquier medio ilícito” imposibilite la circulación del transporte público o colectivo o de vehículo oficial, o “incite, dirija, constriña o proporcione los medios para obstaculizar de manera temporal o permanente […] las vías o la infraestructura de transporte”. En todo caso, la Corte precisó que para condenar a alguien por esos motivos debe demostrarse que de ese modo se atentó en concreto “contra la vida humana, la salud pública, la seguridad alimentaria, el medio ambiente o el trabajo”.
Ahora bien, la expresión “medios ilícitos” es imprecisa, y entre los derechos recién mencionados algunos -en particular el del trabajo-, son muy vulnerables a las interrupciones del transporte masivo. Infortunadamente, la Corte se abstuvo de establecer los límites dentro de los cuales pueden ser afectados para no menoscabar el derecho a la protesta.
Los pronunciamientos de los órganos intergubernamentales de Derechos Humanos son más específicos. Consideran que los cortes de ruta, como los llama la CIDH, son una forma legítima de protestar, y los diferencian de los bloqueos prolongados, que paralizan ciudades y regiones y las desabastecen de alimentos, medicamentos, combustibles y otros bienes indispensables. Estos bloqueos están proscritos incluso por el Derecho Internacional Humanitario, aplicable a los conflictos armados, que son, por definición, violentos. Con mucha mayor razón son reprobables en escenarios menos convulsos.
Si algo puede concluirse es que no deben considerarse ilegítimas las manifestaciones y concentraciones que, sin agredir a las personas ni dañar bienes, interrumpen transitoriamente el tráfico vehicular. Pero las autoridades no lo han entendido siempre así. Esta situación necesita ser resuelta política y normativamente.
El protagonismo juvenil popular
Por su número y su dinamismo, los principales protagonistas de las movilizaciones de hoy en día en día son muchachos y muchachas pobres (con predominio, quizá, de los del estrato 2), bastante politizados, muy inconformes con el estado de cosas vigente y muy dispuestos a luchar para que cambie. Buena parte de ellos son ni-nis (ni estudian ni trabajan) y casi todos han sido golpeados a fondo por las consecuencias de la pandemia, como ocurre también con sus familias y sus vecinos.
Los jóvenes del paro disponen de un nivel educativo y cultural nada desdeñable en comparación con el de la misma franja social y etaria de décadas atrás. Lo mismo puede decirse sobre su capacidad de acceder a información -para enterarse, por ejemplo, de las protestas contra los abusos de poder, la desigualdad y la corrupción en el ancho mundo-. En su abrumadora mayoría estos muchachos no pertenecen a los partidos políticos, ni obedecen sus directrices (lo que vale incluso respecto a las organizaciones de izquierda). Su movimiento no cuenta con estructuras jerárquicas internas. El Comité Nacional de Paro nos los representa, aunque ha cumplido el papel de convocar y dar la señal de arranque a la dinámica de las protestas -que ha terminado sobrepasándolo-.
Las movilizaciones actuales tienen un mayor arraigo social y socio-territorial que otras protagonizadas por los jóvenes, como las típicamente estudiantiles. Están vinculadas a sus entornos barriales y reciben de ellos respaldo y solidaridad. Diversos combos de alcance urbano amplio están ligados a ellas: ambientalistas, animalistas, consumidores recreativos de sicoactivos, población LGBTI, feministas, nuevas ciudadanías en general.
Mientras que las oleadas de movilización estudiantil han tendido a converger exclusivamente sobre zonas icónicas de los centros históricos, las de hoy en día descubren y ocupan, de la mano de los combos urbanos, nuevos sitios de encuentro, plazas y encrucijadas viales de importancia para el conjunto de la ciudad o para determinadas localidades y barrios, y las convierten en referentes espaciales de protesta y resistencia.
Hay un factor que no puede dejarse de lado. Las relaciones entre los jóvenes pobres de los barrios y la Policía han sido tradicionalmente tensas. Los policías ejercen control sobre las conductas delictivas y perturbadoras, un motivo de roces bruscos con parte de la población juvenil, pero muchos de ellos extorsionan y maltratan a los jóvenes, incluidos los que no están por fuera de la ley. Los que sí lo están son minoritarios, pero numerosos: muchachos que de alguna manera han sido adiestrados por la vida para transgredir normas y agredir porque solo han encontrado oportunidades de obtener ingresos en el ámbito de la ilegalidad. Muchos de ellos también han entrado en la dinámica de la movilización social. Por otra parte, hay pequeños grupos de manifestantes que sobre la base de referentes políticos simples y radicales, enfrentan a los policías allí donde los ven, sin que medie agresión previa por parte de éstos -es algo que viene de décadas atrás-.
En muchas movilizaciones actúan, por supuesto, miembros de los grupos insurgentes, milicianos y disidentes, pero un joven de Puerto Resistencia (Cali) puso, tal vez, las cosas en su punto, cuando se las planteó a Caracol en estos términos: “sería estúpido decir que no hay personas de estructuras armadas y de narcotráfico, pero decir que esto que defiende y hace la gente es producto de la guerrilla, es una estupidez. Ningún grupo guerrillero logró lo que hoy [ha] logrado la gente”.
La población juvenil pobre, sensible y despierta es, pues, suficientemente diversa y compleja como para que sus protestas asuman distintas modalidades. Pero el resultado de ese juego de posibilidades no depende solo de los jóvenes. El papel de otro actor, el gobierno, es definitivo.
El ascenso a los extremos
La salida a los conflictos en una sociedad democrática debe basarse en el diálogo y la negociación, un camino que requiere apertura mental, transparencia y persistencia. Sin embargo, no fue el que se siguió en la crisis desencadenada a finales de abril. El que terminó adoptándose consistió en dejar que las tensiones alcanzaran unos picos elevados y remitieran en el corto plazo, aún al precio de intensificar el descontento latente. El itinerario de las tensiones puede reseñarse así:
Contra el telón de fondo de la inconformidad social surgen hechos detonantes (como la reforma tributaria) y una convocatoria desde una instancia externa -el Comité Nacional de Paro- pone a los jóvenes en movimiento.
Los manifestantes jóvenes ejercen el derecho a la protesta ocupando transitoriamente vías y otros espacios públicos. Algunos de ellos atacan bienes públicos y dan inicio a bloqueos prolongados.
El alto gobierno se abstiene de comprometerse en la búsqueda pro positiva de una salida basada en el diálogo y la negociación. Su respuesta a las movilizaciones se concentra, básicamente, en la represión policial. Ésta golpea indiscriminadamente a los que incurren en actos de vandalismo y a los manifestantes que hacen breves cortes de ruta o se concentran pacíficamente en las plazas.
En una dinámica en que es difícil distinguir qué es primero y qué después, los sectores enfrentados escalan la confrontación. Los responsables del vandalismo y los bloqueos, y los de la brutalidad policial, se exacerban mutuamente.
La actuación de la Policía, muy agresivas de por sí, se mezcla con prácticas de la guerra sucia. Intervienen en su apoyo civiles armados. Se dispara contra manifestantes por fuera de las circunstancias de la legítima defensa. Hay muertos, mutilados (por pérdida de ojos), torturados y desaparecidos.
El alto gobierno hace oídos sordos a las denuncias de violaciones de los Derechos Humanos. El presidente falsea las recomendaciones de la CIDH, felicita a la Policía y se congratula con ella mientras aumentan los reportes de violaciones.
El gobierno hace algunas concesiones desde arriba, como el retiro de las reformas tributaria y a la salud, la matrícula cero, el aporte de una proporción de los salarios que paguen las empresas a los trabajadores jóvenes y una línea de crédito blando para ayudarles a éstos a adquirir vivienda. Son medidas adoptadas desde arriba, sin previo diálogo con la población juvenil, que reclama ser reconocida como sujeto de interlocución, y los beneficios no les llegarán a sus miembros más vulnerables, que son la mayoría. Programas de recuperación social y económica como los de generación de empleo de emergencia con apoyo sicosocial, brillan por su ausencia. En cuanto a la institución policial, el presidente anuncia una reforma de alcance cosmético.
En el campo de los que protestan se consolidan dos elementos de identidad. El primero está expresado en la palabra resistencia. Transmite la idea de que ni siquiera las manifestaciones más rudas del movimiento tienen propósitos ofensivos y solo pretenden proteger de los ataques de la Policía y sus colaboradores a los jóvenes que protestan legítimamente. Los excesos policiales le llevan agua al molino a esa interpretación de los hechos. El otro elemento de identidad gira en torno a un sentido de misión superior, heroísmo y disposición a dar la vida por los objetivos de su lucha, mezclados con algo de fatalismo y nihilismo, que cobra fuerza entre los muchachos más expuestos a los enfrentamientos. La reivindicación de las víctimas de la fuerza pública ha reforzado esos sentimientos. En ese contexto, miles de jóvenes que ejercen su derecho a la protesta, terminan admirando y confraternizando con los violentos, sin visualizar cabalmente sus atropellos y sus excesos.
En ambos bandos, si así pueden llamarse, hay quienes confirman las ventajas de acudir a métodos extremos sin tener en claro que los resultados de éstos son muy nocivos a mediano y largo plazo.
Los jóvenes más radicalizados apelan a la multiplicación de los ataques a las infraestructuras y los bienes, y a la prolongación de los bloqueos que desabastecen, lo que mantiene vivas y visibles sus protestas. En contrapartida, éstas se deslegitiman y pierden apoyo en la ciudadanía -un efecto al que también ha contribuido el logro temprano de algunos de los objetivos del paro, como la caída de la reforma tributaria-.
El gobierno y la fuerza pública parecen afirmarse en la convicción de que la represión da frutos: puede debilitar el movimiento casi hasta el punto de doblegarlo. Pero los límites a los que han llegado las autoridades al enfrentarlo no auguran nada bueno. El costo en vidas y en lesiones contra la integridad de las personas ha sido muy elevado, se ha fortalecido una cultura de irrespeto por los Derechos Humanos, se han multiplicado los motivos del descontento y sembrado las semillas de futuras explosiones sociales. También se ha dejado pasar una buena oportunidad de encarar desde el Estado los problemas de los jóvenes pobres, en diálogo y concertación con ellos.