Ricardo García Duarte
Rector Universidad Distrital
Francisco José de Caldas
Ciencia y creación, crítica y ciudadanía
Edición N° 8. Febrero 2021. Pensar la Ciudad
Sobre dos grandes líneas de destino se despliega el horizonte de la Universidad Distrital: la línea del conocimiento y la de la ética pública. La primera es cognitiva, la segunda, política. En la una caben los procesos cognoscentes, sus productos y su difusión; en la otra, la construcción de lo público. Son sus agentes, como en los dos rostros de una misma divinidad, el científico y el ciudadano.
En el cruce de estos dos meridianos, tiene lugar el desempeño de la Universidad, el que se refiere a la formación de profesionales de valía. Estos últimos incorporan la lógica de la ciencia y, a la vez, la ética del cuadro orientador que construye sociedad. Es el trazo de un proyecto de universidad, al mismo tiempo, científica y creativa; crítica y ciudadana.
Ciencia y conocimiento
Los procesos cognitivos ocupan transversalmente el campo de la formación y el de la investigación en el espacio universitario. La aspiración al conocimiento científico constituye su núcleo central. Diversos saberes coexisten en la universidad; también, los ancestrales. Pero ninguno, por más que lo cubra un aura romántica, nos hará abdicar de ese esfuerzo fabuloso, el del conocimiento profundo, que va más allá de las apariencias y de las prácticas habituales, de la percepción espontánea y de los ritos de representación, con los cuales la sociedad organiza su vida cotidiana. Se trata de la pasión por los descubrimientos y las invenciones, que hacen avanzar el discernimiento humano sobre el devenir de “las cosas y las almas”.
Estamos ante la ciencia como un llamado imperativo en lo que se refiere al ethos universitario; o dicho en un sentido más amplio, nos ocupamos del vasto y atrayente campo científico-tecnológico, una vocación a la que la universidad, como espacio del conocimiento, no debe jamás renunciar. Enfrentamos el siguiente dilema: o ella es cada vez más científica o no le alcanzará su fuerza para convertirse auténticamente en una institución moderna. Su lógica significa la búsqueda de correlación en los fenómenos, la observación rigurosa y la formulación de proposiciones generales, expuestas a la prueba ácida de la experiencia, para dar paso a los consensos en torno de los conocimientos ya validados. Nos importa, por sobre todo, mantener la presencia del método científico, en el aula y en el laboratorio, en el análisis y la investigación. Claro: ciencia y tecnología no conducen obligatoriamente a la instrumentación del conocimiento, tampoco a la manipulación del sujeto.
Creación y libertad
La ciencia y la tecnología, a pesar de sus prodigiosos avances, acarrean el riesgo de que se imponga, sin contrapesos, la razón instrumental; o sea, el dominio del medio sobre el fin, de la técnica sobre el producto y su disfrute. Igualmente, hacen emerger el fantasma de un utilitarismo estrecho, con el que por desgracia, se privilegie el modernismo frente a la modernidad. Finalmente, comportan la amenaza de que, por otra parte, la verdad científica sólo traiga poder y no saber; dominación y no liberación; mecanización y no humanización.
Esos son los desangelados motivos, por los que el “progreso” entraña, no pocas veces, fragmentación social, aislamiento individual, ansiedad consumista y angustia existencial, algo que, en oposición, obliga a un proyecto de universidad que consolide, como uno de sus fundamentos, la creación.
Si la ciencia somete el conocimiento a reglas rigurosas, la creación supone un espíritu más libre en la formulación de propuestas y en la materialización evanescente de representaciones. Tal vez, esté más vinculada con el arte, ese que no está sometido a comprobaciones y que más bien como diría el poeta Baudelaire: “exige abrir profundas avenidas a la más viajera de las imaginaciones”.
Naturalmente, la creación interviene no solo en el arte; también en la ciencia, la tecnología y la pedagogía; pero del arte extraemos ese cierto espíritu emocional de los sueños y la ficción, en el diseño de las representaciones culturales. Con lo cual, no nos sujetamos al solo orden de las reglas, para en cambio asumir la osadía de ensayar algo, como si se tratara de una experimentación estética: es el impulso emancipador.
El pensamiento crítico
Ese aliento emancipador -el que nos hace más libres- está íntimamente asociado con la crítica. La inclinación por esta última define mucho el horizonte de la educación superior. La crítica es compañera de la modernidad, aunque no necesariamente del modernismo, más ligado con el funcionalismo, reproductor acrítico de los hechos y las cosas. No son términos equivalentes, ya lo sabemos. En el segundo, al progreso lo vinculamos con el predominio de la técnica. En la primera o sea la modernidad, subordinamos la técnica a la independencia personal; y, por qué no, a la felicidad.
Los pensadores de la Ilustración inauguraron la idea de crítica, al invocar el sagrado principio, según el cual, cada uno de nosotros debiera atreverse a pensar por sí mismo. Más tarde, otros introdujeron la reflexión radical de que los individuos nos creíamos ahora más libres, cuando en realidad nos sumergíamos en la alienación; es decir, no nos pertenecíamos -enajenada ya la conciencia-, aunque no lo notaramos. En realidad, nos sometíamos a la máquina o a los ritos y los mitos; o más sutilmente, quedábamos atrapados como criaturas inconscientes bajo el gobierno de aparatos sociales o de instituciones, disciplinadoras del cuerpo y de la mente.
El espíritu crítico consiste en discernir esas disimuladas formas de alienación. El ánimo emancipador nos empuja a cuestionarlas y a entrever las posibilidades de su transformación. La universidad es el campo para ese entrenamiento luminoso; muy provechoso, por supuesto, si lo hacemos, empoderados con argumentos y razones: toda una práctica social para la formación de ciudadanos activos.
Ciudadanía activa
En su misión más elevada, la universidad forma profesionales con conocimientos especiales y muy elaborados; y sobre todo ciudadanos acorazados con valores, en condiciones de ampliar la comunidad política y de diversificar la sociedad civil. Una democracia moderna encuentra su base en la coexistencia de un Estado ajeno al autoritarismo; y de una sociedad civil, diferenciada sin dejar de estar integrada; habitada por relaciones culturales y económicas, relativamente autónomas.
La condición de ciudadanía (no entendida como la mera instrucción del individuo para obedecer al poder) conduce simultáneamente a que se fortalezca el Estado y a que gane pluralidad la sociedad, aunque el asunto parezca contradictorio. Las naciones necesitan una sociedad civil crecientemente autónoma, pero también un Estado que no brille por su ausencia; y que sin interferir en las organizaciones no gubernamentales, sea eficaz en garantizar la equidad social y en proteger los derechos humanos.
La ciudadanía hace crecer la comunidad política, base del Estado eficaz y garantista. Pero, por otro lado, las ciudadanías que afirman identidades dentro de la sociedad contribuyen a la diferencia y a la tolerancia, valores fundamentales de una sociedad civil enriquecida culturalmente.
La universidad es el ámbito que alberga tanto la formación en derechos humanos, factor decisivo para una ciudadanía propiamente política, como la convivencia de identidades -étnicas, de género, ideológicas y culturales-, lo cual lleva a que cada miembro de la comunidad destaque su perfil subjetivo, postule su personalidad, pero respete la de los demás; incluso, aprenda de ella.
Ahora bien, hacer coincidir ciencia y creación, crítica y ciudadanía, en un mismo proyecto, requiere de una praxis de cohesión: la del diálogo, aquel que contiene conversación y argumentación. En la ciencia, ese camino para la verdad, resulta decisiva la discusión en la comunidad académica, en medio de las comprobaciones a que sometemos las proposiciones generales. Solo de esa manera, nos es posible conseguir consensos; pero también únicamente de esa forma, nos es dado tomar como punto de partida las verdades reconocidas, en las que no se escapa el margen de error, para abrir de nuevo el debate con apoyo en otros interrogantes.
Ese diálogo es, en buena medida, el modelo para la deliberación, tanto en la creación estética como en la inventiva tecnológica. Así mismo, en el ejercicio de la crítica y de la ciudadanía democrática.