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Ricardo García Duarte

Ricardo García Duarte

Rector Universidad Distrital

Francisco José de Caldas

Ciudad, crimen y violencia


Edición N° 14. Octubre-Noviembre de 2021. Pensar la Ciudad
Autor: Ricardo García Duarte | Publicado en November 11, 2021
Imagen articulo Ciudad, crimen y violencia

Al estudiar Weber el fenómeno de las ciudades, con el que nacía la modernidad, indicó que eran los lugares que favorecían la libertad y, con esta, una mejor forma de vivir, ajena al sojuzgamiento y al ambiente opresivo, propio del gran latifundio o del poder eclesiástico y militar. No tardaron muchas mentes lúcidas en destacar por el contrario que eran sobre todo espacios en los que pululaba el crimen, lugares de disputas violentas, de riñas y pandillas.

Incluso, en el universo de las narrativas literarias o cinematográficas han quedado instaladas en la memoria colectiva escenas de un expresionismo brutal, como las que plasmó Martin Scorsese al describir las encarnizadas batallas entre las pandillas de Nueva York por el control de territorios. O las que de manera más lírica trazó Robert Wise, en los cuentos coreografiados de jóvenes en el West Side Story, con la inolvidable música de Leonard Bernstein y la actuación deliciosa y vivaz de Natalie Wood. Para no hablar ya del violento control del próspero Chicago, en los años 20, acometido por las bandas de gangsters. O de las peleas endiabladas de compadritos cuchilleros en los suburbios de Buenos Aires, retratados con lo que podría ser una ‘crudeza sutil’, salida de la prosa sorprendente de Jorge Luis Borges. 

Pareciera entonces que las ciudades fueran al mismo tiempo el hogar de la libertad para el perseguido y el sitio de ansiedad y sufrimiento para el urbanita. No solo son un mundo para la convivencia, lo son además para la victimización; no solo para la alegría, sino para el daño y la herida. Quizá tenga razón el escritor Ítalo Calvino, cuando dice: ‘las ciudades, como los sueños, están construidas de deseos y de temores’.

Los temores son como una niebla espesa que cubre los callejones, las esquinas y que se arremolina en cada puerta. Existe el atraco, por ejemplo, pero también el temor al atraco. En resumen, la violencia es el fantasma de la ciudad que sobrecoge al habitante, convertido en un ser aprensivo, por los incontables peligros que lo acechan. 

La ciudad es la aproximación de los cuerpos desconocidos y la densificación de sus contactos, el apretujamiento de sus vínculos, aunque también el distanciamiento de sus conciencias y de sus identidades, como le sucede a las ‘ocho millones de historias que tiene la ciudad de Nueva York’, según lo narra Rubén Blades con su rítmico tumbao en la canción de Pedro Navajas. En otras palabras, se trata de un contacto fugaz pero repetido a diario. En la densidad de esos vínculos, dentro de un territorio ocupado duraderamente, nace la comunidad urbana, ese prodigioso imperio de la convivencia, un invento humano increíble; pero también el roce, el choque, la incompatibilidad de intereses, de ocupaciones territoriales y de identidades ancestrales o recién construidas. 

La violencia sobreviene como la tentación cotidiana, como el método recurrente para solventar los deseos encontrados y resolver las necesidades surgidas probablemente de la exclusión y de las diferencias sociales. En la ciudad, esas diferencias se agitan por fuerza en medio de la aproximación física, de la cercanía territorial. 

Si en el mundo rural, la distancia social suele coincidir con la espacial, en el universo urbano la lejanía social y el acercamiento físico se confunden, coexisten. Entonces, la violencia puede entrar en escena como la forma perversa que confirma esa contradicción, la que se reproduce a diario, la del cerrado contacto físico, por un lado; y el abismo social, por el otro.

La violencia urbana se traduce en el crimen. Y este se desdobla en la pequeña delincuencia y en la ilegalidad organizada. La primera, a veces espontánea, a veces sistemática, y siempre múltiple como una cabeza de Hidra, es el asalto a la propiedad individual, a la de cada ciudadano, para una distribución corrupta y forzada de los ingresos. El segundo es por el contrario la emergencia de una nueva propiedad, cuya concentración se apoya en aparatos armados, verdaderos ejércitos, tal como se vio hace poco en un asalto a una fundidora de oro en Medellín, capaces por cierto de sembrar el terror y de hacer fluir hacia sus arcas una riqueza exagerada.

Tanto la delincuencia pequeña y extendida, como el gran crimen, verdadera empresa, se despliegan en las ciudades por la existencia de unos recursos que despiertan toda suerte de apetitos. En ellas no solo hay diferencias sociales, no solo hay cercanía física; también se producen recursos, susceptibles de ser disputados, de ser arrebatados; y que van desde el reloj de pulsera o la bicicleta del parroquiano que transita por una zona poco vigilada, hasta los bancos y residencias acomodadas.

No solo hay exclusión y desigualdad; también se produce un escenario social, en el que el horizonte de riquezas o de recursos, es muy cercano; por lo que la tentación del delito violento puede convertirse en un acontecimiento muy probable, hecho perturbador; además porque los delincuentes se hacen a cierto poder, dadas, muchas de las facilidades en servicios que proporcionan las ciudades; y lo hacen para luego potenciar la acción lesiva contra el resto de ciudadanos.

La delincuencia al menudeo y el capitalismo salvaje e ilegal del crimen, este último alimentado por factores como el narcotráfico en los casos de México y Colombia, concurren para provocar la inseguridad urbana, algo que rompe la confianza y deshace el tejido social.