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Gerardo Ardila

Gerardo Ardila

Ex - Secretario de Planeación de Bogotá

Ciudad y medio ambiente


Edición N° 10. Mayo de 2021. Pensar la Ciudad
Autor: Gerardo Ardila | Publicado en April 30, 2021
Imagen articulo Ciudad y medio ambiente

Ciudad y medio ambiente son categorías culturales que describen el universo en el que vivimos hoy los seres humanos. La idea de la separación entre cuerpo y alma, propia de la tradición cristiana occidental, porta consigo otras falsas oposiciones como las de mente y cuerpo, naturaleza y cultura, atraso y progreso, tradición y modernismo, salvajismo y civilización. En ese marco de construcción de los conceptos orientadores de la acción humana en el mundo de la globalización, la ola homogeneizadora impone un conjunto de ideas sobre los objetivos de la vida humana y su papel en la creación de los principios de éxito y fracaso en la vida de cada individuo. Ese conjunto de ideas y las acciones que se desprenden de ellas permite que la ciudad se conciba como una compleja máquina artificial en la que confluyen los esfuerzos del trabajo y en la que se concentran el capital, las oportunidades, la riqueza, por oposición al campo, a la naturaleza “circundante”, a la vida silvestre, a la vida rural. El “progreso” se mide por la distancia que separa a la naturaleza -otro mecanismo en el que se supone que los humanos aún no han intervenido- de los humanos y sus acciones. Creamos una idea fragmentada de la vida, un mundo de fragmentos que no encuentra sus articulaciones y que desconoce las cadenas de impactos que ocurren en el tiempo dificultando su observación empírica.

Estas ideas facilitan otras de muy reciente aparición en la vida de los humanos como, por ejemplo, la idea de que la calidad de vida se mide por la capacidad de consumo de los individuos y de que el valor de la vida se puede medir por su precio en el mercado, cambiando la comprensión de la ecología profunda de las interacciones entre las comunidades ecológicas, por la tasa individual de sus componentes en un sistema externo a las dinámicas de su existencia. De esa manera, el valor del suelo depende del precio y la ganancia producto de lo que se puede hacer en él y no de lo que ocurre con los intensos intercambios entre el suelo y el agua, con la transformación y recreación constante ocasionada por los encuentros y desencuentros entre el nitrógeno, el fósforo, el hierro, el carbono, el oxígeno y la cantidad de luz o sombras; del calor y el frío; la disponibilidad de agua o su ausencia; la intervención de actores vivos muy pequeños para ser notados; la evolución permanente de las relaciones entre todos esos actores de la vida y las plantas y animales que pueblan la superficie y que comparten ese otro “medio” ambiente con la especie humana.

Los humanos somos una de las especies más numerosas del planeta; somos una parte más de los ecosistemas con los que nos relacionamos. No podemos ser externos a la dinámica de la vida, sino que formamos parte de ese enorme conjunto de relaciones: impactamos y somos impactados por los cambios, por la evolución, por las transformaciones. La historia registra por primera vez, que la cantidad de personas que viven en áreas urbanas es mayor que las personas que viven en áreas rurales. Esto implica que se genera un cambio importante en la densidad de la población humana sobre territorios delimitados, que se diferencia de las densidades propias de las zonas rurales y que trae consigo nuevos retos para la arquitectura y el urbanismo, que hasta hace poco trazaban su génesis desde las artes y que, ahora, descubren que tienen que ver con la política de la vida, o la biopolítica. La sabiduría local se transforma y obliga a la ingeniería, la biología y las ciencias sociales a asumir nuevas perspectivas que, además de tener que revisar temas tan fundamentales como los tiempos de la evolución, incluyen el fortalecimiento de la democracia y el análisis serio del impacto de sus saberes sobre la vida diaria de la gente y sobre la reestructuración de los mecanismos de poder que controlan la vida citadina.

No hay una definición homogénea de ciudad, pues la misma palabra designa a un pequeño asentamiento con un gobierno centralizado en unas pocas personas o una aglomeración de más de 40 millones de personas (como el caso de Tokio), que requiere de miles de funcionarios para su administración y control y que produce billones de dólares como producto de sus actividades. Se puede adoptar una definición amplia que reconoce que la ciudad es cualquier área en la que “la densidad de población humana y de edificios aumente constantemente, y con ellas las infraestructuras y el nivel medio de renta de la población”, como lo ha propuesto Schilthuizen.

La segunda parte del siglo XVIII, con la imposición de las reformas borbónicas, fue la época de la fundación de la mayoría de las ciudades en América Latina, por lo que el objetivo más importante del ordenamiento urbano fue el control de la población. Foucault ha mostrado que ese ordenamiento buscaba eliminar los amontonamientos (incrementando la “distancia social”), dar cabida a las nuevas funciones económicas y administrativas, regular las relaciones con el campo circundante y prever el crecimiento. Para lograrlo, las calles debían cumplir cuatro funciones: la higiene y ventilación para despejar los contaminantes; la disposición del comercio interior; la articulación y comunicación con las rutas externas bajo el control aduanero; y permitir la vigilancia, ante la caída de las murallas que cerraban la ciudad de noche. Jane Jacobs subrayó que hablar de la ciudad es hablar de sus calles y aceras, de su trazado, de los espacios que delimitan y de sus funciones. El ordenamiento urbano atiende aun a los mismos objetivos, ligeramente transformados: establecer la estructura urbana (legislar sobre la diversidad de la exclusión y la segregación); definir y legitimar los usos del suelo (base de la economía y la generación de riqueza basada en el precio del suelo); asegurar la movilidad (trazar las vías y los mecanismos para producir y generar flujos que controlen el contagio biológico y social); proveer espacio público (áreas de separación y frontera más que áreas de convergencia y encuentro) y asegurar el metabolismo urbano (proveer los mecanismos para ofrecer la energía necesaria para el funcionamiento).

El concepto de medio ambiente (derivado de la física de Newton) tiene una relación innegable con Lamark, quien en el amanecer del siglo XIX estableció la importancia de los fluidos para la vida (agua, aire y luz) y lo describió como “el conjunto de las acciones que se ejercen desde afuera sobre un ser viviente”. Foucault reflexionó sobre este tema en sus clases mostrando que, sin definirlo, el medio -ambiente, agrego yo- “está presente en el modo en que los urbanistas intentan reflejar y modificar el espacio urbano”. El medio -ambiente- será el ámbito en que se da la circulación, “un conjunto de datos naturales, ríos, pantanos, colinas, y un conjunto de datos artificiales, aglomeración de individuos, aglomeración de casas… una cantidad de efectos masivos que afectan a quienes viven en él… un campo de intervención donde, en vez de afectar a los individuos como un conjunto de sujetos de derecho capaces de acciones voluntarias … se tratará de afectar, precisamente, a una población … una multiplicidad de individuos que están y solo existen profunda, esencial, biológicamente ligados a la materialidad dentro de la cual existen”. Los individuos, poblaciones y grupos producen una serie de acontecimientos que interfieren con acontecimientos de tipo “casi natural que suceden a su alrededor”. Foucault continúa su pensamiento diciendo que le parece que con el problema técnico planteado por la ciudad “presenciamos … la irrupción del problema de la ´naturalidad´ de la especie humana dentro de un medio artificial”. Es decir, la intersección de la naturalidad de la especie humana “dentro de una relación de poder” que tiene condiciones y características históricas cambiantes, que afectan la manera como se evalúa el valor de la naturaleza en el conjunto de las relaciones de poder que imponen los precios y delimitan los derechos y condiciones de acceso a la naturaleza y a la vida urbana.

La relación entre ciudad y medio ambiente es indisoluble y no es posible considerar a una parte sin entender la otra, dentro de sistema de relaciones económicas y políticas concretas: la ciudad es más que un medio ambiente artificial, con fronteras delimitadas por los edificios y las calles, los acueductos y demás estructuras, que la separan del medio rural y dentro del cual hay un archipiélago de medioambientes naturales. Las acciones urbanas tienen efecto en toda la vida terrestre que, sin duda, desarrolla formas de adaptarse a un planeta urbanizado en gran medida. Los viajes y contactos han distribuido especies de plantas y animales en todo el planeta, muy lejos de sus lugares de origen, al punto de que una comparación entre la fauna y flora de comienzos del siglo XX con la actual mostraría la pérdida de gran parte de las especies de origen local y la presencia hoy de innumerables poblaciones ecológicas producidas por la aglomeración y los contactos del comercio y la globalización. 

La ecología del agua ofrece un marco de la complejidad de las interacciones y ofrece una sugerencia de las acciones de un ordenamiento consecuente. La necesidad de proveer de agua a las aglomeraciones que al expandirse destruyeron, secaron o contaminaron sus propias fuentes, implica concebir los planes y políticas desde perspectivas sistémicas que incluyan las áreas de nacimiento de los arroyos y ríos, sus vertientes y riberas, sus áreas de inundación con sus humedales y pantanos y sus zonas de confluencia y desembocadura, así como considera la importancia de las áreas de recarga de los acuíferos y las dinámicas de los procesos freáticos y de corrientes subterráneas. Una visión sistémica que necesita de los bosques en las áreas urbanas: ayudar a la naturaleza a construir y reconstruir los ecosistemas dentro de la ciudad con su diversidad y complejidad. En los Estados Unidos, la distancia entre un punto urbano y el bosque más cercano ha ido aumentando a razón de 1.5% por año. En algunas áreas urbanas en América Latina esa relación es aún mayor. Los impactos del cambio climático se manifiestan sobre todo en el aumento de la frecuencia e intensidad de los períodos de lluvias y sequías; es decir, en la disponibilidad de agua. La contaminación del agua va más allá de las condiciones hidráulicas y tienen que ver con el consumo y las costumbres de la sociedad actual. Las técnicas agrícolas, el aumento de los monocultivos industriales, los consumos de fármacos, el aumento de las poblaciones de animales domésticos, la ausencia de una gestión adecuada de los desechos sólidos y líquidos, son algunos de los procesos urbanos peligrosos.

Otro aspecto de los riesgos urbanos, invisible y subvalorado, es el de los terremotos, que cambian las condiciones de la topografía y el suelo, destruyen las infraestructuras y transforman la disponibilidad del agua. La idea es la de adaptar el crecimiento físico de la ciudad y la economía a las dinámicas y ritmos de la naturaleza, teniendo como guion, provisto por la naturaleza, todas las interrelaciones de la ecología del agua.

La Nueva Agenda Urbana propende por un cambio del modelo de ciudad difusa que se expande por la facilidad de ocupar terrenos no construidos, hacia una ciudad compacta, que reconozca una base natural, una estructura de soporte, sobre la cual construir las urbes. 

La pandemia deja muchas lecciones para entender esta relación entre ciudad y medio ambiente. La continuación de un estilo de arquitectura de emergencia, con espacios vitales reducidos por debajo de las necesidades de la salud mental y física de los ciudadanos, están condenados a la demolición que puede propiciar el abandono. La sociedad del miedo, la retórica de la seguridad, el tiempo de la incertidumbre, traen como consecuencia el desarrollo de la intolerancia y el aumento de la violencia. La ciudad violenta requiere de un entorno físico, social, político y económico muy distinto.