Ricardo García Duarte
Rector Universidad Distrital
Francisco José de Caldas
La ciudad como territorio planificable
Edición N° 13. Septiembre de 2021. Pensar la Ciudad
Es sabido que la ciudad es una de las más formidables construcciones de los humanos, en tanto seres sociales. Ahora bien, no menos conocido es el hecho de que la ciudadanía y sus autoridades locales realizan ejercicios periódicos de planeación para redefinir la ruta que traza el horizonte de la anatomía urbana. Es el caso de los Planes de Ordenamiento Territorial, que incluyen las correcciones necesarias en esa creación titánica, a veces consciente, a veces inconsciente y espontánea.
Así lo formulaba el sociólogo Robert Park, perteneciente a la comunidad académica de la Escuela de Chicago:
“La ciudad y el entorno urbano representan el invento más coherente y, en conjunto, más logrado del ser humano en el propósito de rehacer más a su gusto el mundo en el que vive. Pero si la ciudad es el mundo creado por el hombre; es al mismo tiempo, el mundo en el que, a partir de entonces, está condenado a vivir. Así, indirectamente, y sin una percepción clara de la naturaleza de su tarea; al hacer la ciudad, el hombre se ha rehecho a sí mismo”.
Entre estas situaciones padecidas, con las que arrastra como una condena la vida auto-construida, liberadora y feliz de la ciudad, está la desigual estructuración en el control y posesión de la tierra. El poblamiento, que discurre casi como un fenómeno natural, entraña una ocupación territorial por parte de los que serán sus habitantes. Solo que en los asentamientos conseguidos, va implícita una conformación de clases y grupos de poder. De estos dependen las formas de colonización, aunque también los modelos de ocupación, condicionan la consolidación de estamentos o clases sociales, por causa de sus diversos vínculos con el territorio.
El dominio de algunos recursos permite que determinados agentes sociales se hagan a los mejores terrenos, mientras los otros individuos o las demás familias se ven obligados a desplazarse hacia la periferia; en todo caso, a las zonas territoriales de menor valor. Por lo que no es extraña la situación que destaca Samuel Jaramillo:
“Los grupos de mayores ingresos se reservan para su implantación habitacional ciertos sectores precisos de la ciudad, con exclusión de las otras categorías sociales. De esta manera, habitar en esos lugares específicos se convierte en una muestra de la pertenencia social a las capas más elevadas. Estos espacios urbanos adquieren de esta manera esta carga de significación”.
La tierra, constituida como espacio urbano, entra así al tráfago del comercio y de la producción, una razón por la que pasa a ser un factor incorporado como valor de cambio que produce una renta diferencial. Incorporado a cierta lógica capitalista, el espacio físico queda sujeto a un proceso de acumulación, a una reproducción ampliada del esquema de precios y de creación de valor. Lo cual no evita, sino confirma, un efecto de amplias brechas entre unos y otros terrenos, entre unas y otras riquezas; alimentadas todas ellas por la renta urbana y por las “plusvalías” que se desprenden de la mejor posesión de una tierra que, además, recibe el beneficio desigual de los servicios, las infraestructuras y las dotaciones propias de la ciudad.
En medio de este proceso de acumulación y rentas urbanas diferenciadas, dado el tipo de ocupación y forjamiento cultural del territorio, surge lo que Henri Lefevre, marxista francés, llamara la “centralidad del lugar”, núcleo del desarrollo, de riqueza y poder, alrededor del cual se despliega la formación urbana, de modo que esta última incluye sectores y zonas más débiles, quizá vulnerables y; en todo caso, menos densas en la constitución de redes de poder, aunque por otra parte puedan mostrar una mayor densidad poblacional.
El planeamiento territorial -los POT de cualquier índole- a veces legitiman ideológica y culturalmente este desequilibrio estructural en el control de la tierra y la renta urbana. Sin embargo, también pueden representar, en sentido inverso, la puesta en práctica de ajustes fuertes que permitan la conformación de diversas “centralidades del lugar”, en un desarrollo multinuclear; eso sí, sin dar paso a la fragmentación, sino más bien a una articulación fluida entre todas ellas. Así mismo, dicha planificación, si es moderna y democrática, habrá de orientarse en el sentido de combinar la equidad en la posesión de la tierra y en la distribución de la renta urbana, con la integración social, esa que disminuye la pobreza y pone en ejecución mayores servicios, tales como la educación, la salud y la vivienda.
El crecimiento de las ciudades y su extensión geográfica hacen escasear, por fuerza, la tierra, aunque obligue también a la verticalización mediante el levantamiento de altas edificaciones. A la vez, pone en evidencia las carencias en materia de vivienda y transporte que experimentan los más pobres. Un plan de ajuste en el orden territorial debe formular políticas redistributivas que vayan en el sentido de suplir esos déficits en el campo de la vivienda y la movilidad.
Pero, además, cada plan debe estructurarse en la línea de dos cosas, cada vez más indispensables: por un lado, la cultura de la integración social y la cohesión urbana; por el otro, un desarrollo que consulte, como una necesidad de primer orden, la sostenibilidad medioambiental, esa dimensión ética y estética del crecimiento económico.
Las centralidades alternativas, la equidad social y la disminución de brechas en el manejo del suelo y en la renta urbana, son todas ellas los pilares del planeamiento urbano en la perspectiva de consolidar cada ciudad, como lo que es: una de las invenciones con las que el ser humano se hace más ser social, un ser más libre. A este propósito no sobra recordar estas palabras del gran sociólogo y planeador Richard Sennet:
“Para lograr que las ciudades modernas satisfagan las necesidades humanas, tenemos que cambiar el sistema con el que los planificadores urbanos trabajan. En lugar de planificar algún conjunto urbano abstracto, los planificadores tendrían que disponerse a trabajar para concretas partes de la ciudad, las diferentes clases, los grupos étnicos y las razas que contienen. Y el trabajo que ellos hagan para estas personas no equivale a trazar su futuro; la gente no tiene oportunidad de madurar a menos que lo trace para sí, a menos que se involucre activamente en la conformación y hechura de sus vidas sociales”.