Humberto Molina G.
Profesor Universidad Javeriana, Consultor urbano
La ciudad: ¿expansión, densificación o… policentrismo?
Edición Nº 1. Junio de 2020. Pensar la Ciudad
Políticas anti-urbanización: fracasos y falacias
En un extenso estudio, histórico y analítico, acerca del incontenible proceso de urbanización que experimentan numerosos y muy diversos territorios de la geografía contemporánea, Sholomo Ángel (2014) pone de presente que desde hace siglos se han hecho esfuerzos reiteradamente fallidos para evitar la expansión de las periferias urbanas.
Entre las más viejas e inútiles tentativas, fechada a comienzos de la edad moderna, identifica el edicto del 7 de julio de 1580 emitido por la reina Elizabeth I, en el cual al constatar lo que viene ocurriendo alrededor de la ciudad de Londres, ateniéndose a las sabias recomendaciones de su Concejo real, ordena que no se construyan nuevas “edificaciones alrededor de cualesquiera de las puertas de la mencionada ciudad, terrenos en los que no hay memoria de la existencia de alguna vivienda”. Se pueden identificar intentos sistemáticos de contener la urbanización incluso en la edad media, pues el recinto delimitado por las murallas era el único que disfrutaba del reconocimiento de los privilegios acordados a las villas. Sin embargo, los arrabales que constituían los asentamientos por fuera de las murallas, no solo proliferaron a pesar de no ser reconocidos como urbanos, sino que frecuentemente su extensión terminó por competir con el área urbana explícitamente delimitada.
Por supuesto, en cada período las razones por las cuales se registran esfuerzos por contener la urbanización remiten a diferentes explicaciones de carácter político, social o ambiental. Pero el común denominador son los resultados fallidos, específicamente a partir de la baja edad media cuando comienzan a despuntar las economías de mercado y los procesos acumulativos de cambio tecnológico.
En tiempos más recientes, a lo largo de la década de 1960, proliferaron las posturas que Lauchlin Currie denominó las políticas anti- urbanización. En el caso de países en transición de economías precapitalistas hacia el capitalismo contemporáneo – entre los cuales quedaba incluida Colombia – las resistencias contra la urbanización se dirigieron a evitar la migración del campo a la ciudad. Por ejemplo, la necesidad de la reforma agraria se quiso justificar insistentemente argumentando que la decadencia de la agricultura era la responsable del acelerado crecimiento de la población urbana y del subsiguiente incremento del desempleo y la pobreza. El estrepitoso fracaso de estos pretextos queda evidenciado en el crecimiento de la población urbana, a nivel mundial, de 31,6% en 1960 a más del 55% en 2018, según datos del Banco Mundial y, en Colombia, de 52% en 1964 al 81% (proyectado) en 2018.
En los últimos años, con el argumento de la preservación ambiental y la lucha contra el cambio climático, se han promovido políticas orientadas a restringir o impedir por completo la expansión urbana, de manera tan radical como la posición asumida por los consejeros de la Reina Isabel I hace 440 años. Aparentemente, la validez de esta argumentación se funda en que las ciudades, debido a su tamaño poblacional y espacial, están devorando la naturaleza, sin considerar que debido a que los habitantes urbanos viven aglomerados, las ciudades de todo tipo ocupaban apenas el 0.47% de la superficie terrestre en el año 2000 (de acuerdo con datos y proyecciones de Ángel, S.et alii 2011b). En comparación con la deforestación que padece actualmente el territorio colombiano, la cual suma casi 720.000 hectáreas entre 2015 y 2018 según datos del IDEAM, las 3.646 ciudades más grandes del mundo en el año 2000, las cuales albergan el 71% de los habitantes urbanos del planeta ocupaban solamente 339.836 hectáreas, Esto significa que esa población, superior a dos mil millones, se podría localizar en menos de la mitad de aquellas hectáreas.
De la densificación a la congestión
Las políticas antiurbanización, uno de cuyos objetivos se orienta a impedir la expansión de los perímetros, predica la alternativa de la compactación y la subsiguiente densificación de la ciudad preexistente. Suele ignorarse o soslayarse que la alternativa está cargada de limitaciones urbanísticas, económicas y ambientales. Es factible incrementar la intensidad del uso del suelo a través de un mayor índice de construcción que posibilite, a su vez, una mayor aglomeración de personas por hectárea. Pero si las densidades ya son elevadas y el espacio público es escaso, se agravará aún más y de manera irreversible la escasez de espacio público, con su correspondiente efecto negativo sobre el medio ambiente y la calidad de la vida.
Por otro lado, una rígida limitación de las áreas de expansión, en presencia de una crítica escasez de suelos urbanizables como ya ocurre en Bogotá, conducirá a una rápida elevación de los precios del suelo y, por consiguiente, de las rentas. Los propietarios del suelo acrecentarán enormemente sus beneficios en perjuicio de los grupos sociales de ingresos medios y bajos, aun cuando se imponga la participación en plusvalía. Muchos se trasladarán a poblaciones vecinas empujando la expansión y, sobre todo, los de menores ingresos se verán en la necesidad de acudir a la oferta irregular o informal de suelos periféricos. Así el remedio puede resultar peor que la enfermedad.
Los estudios sobre densidades poblacionales y disponibilidad de espacio público en Bogotá (Molina, H. 2015) demuestran que las densidades de población por kilómetro cuadrado han evolucionado de 18.792 habitantes en 2004 a 21.989 en 2015, lo cual la sitúa entre las 5 más densas del mundo. Entre tanto, la disponibilidad de espacio público efectivo disminuyó de 2.94 m2 por habitante a 2,83.
Hacia la megalópolis policéntrica
La insistencia en enfoques y supuestas soluciones a los efectos indeseables de la urbanización que reproducen utopías y políticas reiteradamente inoperantes o incluso contraproducentes, parecen arraigadas en concepciones obsoletas frente a las transformaciones experimentadas por los sistemas urbanos en los últimos treinta o cuarenta años. En gran medida se trata de enfoques centenarios (quizás válidos en su momento) que siguen concibiendo las ciudades como aglomeraciones rodeadas de un espacio rural al que sirven de centro (es decir, se atienen al modelo decimonónico de centro-periferia); otros la conciben simplemente como un gran espacio de residencia y trabajo, sin comprender que se trata de un conjunto de actividades de producción y de servicios (incluidos los servicios que prestan las entidades territoriales) de diferentes jerarquías, relacionadas con la mayor o menor distancia hasta la cual alcanza su demanda, alcance que puede ser local, regional, nacional o internacional. Estos atributos obligan a concebirlas como sistemas jerarquizados que van desde ciudades globales hasta centros locales, que operan en red e interactúan a través de flujos de personas, productos, servicios e información.
La más reciente y novedosa entre todas estas transformaciones es la progresiva constitución de las regiones metropolitanas, en las cuales tienden a desaparecer las diferencias clásicas entre ciudad y campo. Aún no disponemos de suficiente consenso sobre la naturaleza y alcances del fenómeno, de tal modo que se han ensayado varias denominaciones para designarlo, siendo las más utilizadas las de ciudad- región, megápolis, metrópolis policéntrica y exópolis.
Apoyándonos en Edward Soja, quien ha difundido la designación de exópolis (de exo=fuera, polis=ciudad), diremos que se trata de nuevas formas de urbanización por fuera o más allá de la ciudad central, en la zona o región metropolitana, a través de sistemas que interactúan en red, tendiendo a configurar ciudades-región o megalópolis. Estas formas comienzan a emerger cuando el crecimiento por conurbación o anexión disminuye “y los límites de la ciudad central se estabilizan relativamente” (E.W. Soja, 2008). En las exópolis se tiende a pasar de sistemas centro-periferia a un continuum urbano-rural-urbano que, además de las ciudades preexistentes, contiene una pluralidad de centros (de aquí su naturaleza policéntrica), por fuera de los antiguos núcleos, además de áreas de actividades especializadas como parques industriales y logísticos, y otras formas dispersas, como conjuntos residenciales cerrados, parques de diversiones y viviendas campestres. Estamos transitando de un mundo representable como polígonos que delimitan espacios yuxtapuestos, a un mundo de redes que canalizan flujos y circunscriben espacios que emergen a partir de circuitos.
La diferencia más acentuada entre estas formas megapolitanas y las áreas metropolitanas que las antecedieron, es que no se trata de una especie de invasión o desbordamiento de la ciudad central sobre las ciudades secundarias y sus correspondientes zonas rurales. Las nuevas centralidades surgen en los nodos de las infraestructuras de transporte, y las áreas de actividad especializada aprovechan la accesibilidad y la fluida conectividad que suministran las grandes autopistas para conformar otros tipos de aglomeraciones o de corredores empresariales y residenciales, cuya dinámica y jerarquía ya no dependen exclusivamente de la demanda de la ciudad metropolitana, si no de las relaciones entre sus propios asentamientos, así como con otras regiones y con el resto del mundo.
Estas transformaciones comienzan a ser evidentes en sectores de la metrópolis bogotana. Hay ejemplos como el triángulo Sopo-Briceño-Tocancipá, el nodo de Siberia y el corredor Funza-Madrid-Mosquera. Un análisis de las matrices de origen y destino de viajes correspondiente al triángulo, ha mostrado que en la actualidad solamente una tercera parte de la carga que origina se dirige a Bogotá, en tanto que el resto se orienta a otros destinos.
Por lo mismo, es ingenuo reclamar que en aquellos territorios el crecimiento solo debe tener ocurrencia en torno a los viejos núcleos. Esto equivaldría a desperdiciar las ventajas creadas por billones de pesos invertidos en la construcción de las nuevas infraestructuras. Y es tanto como afirmar que las localizaciones más ventajosas están representadas por núcleos implantados hace siglos, desde la época colonial, cuando los modos de transporte más avanzados los conformaban el camino real, el caballo y las recuas de mulas. Y cuando la localización de los asentamientos estaba determinada en gran medida por la relación con la encomienda.
En sociedades en transición hacia la contemporaneidad, como es el caso colombiano, es preciso resolver problemas heredados del pasado al mismo tiempo que se enfrentan las incertidumbres del futuro. El plan de desarrollo recientemente aprobada por el Concejo de Bogotá reconoce la necesidad estratégica de ocuparse de la integración con la ciudad-región. Pero el proyecto regional que privilegia es el tren de cercanías, que fomenta los viajes pendulares entre ciudad metropolitana –ciudades secundarias, una solución ideada en las décadas de 1950-1960, cuando en Europa y Estados Unidos se asumió que esta clase de interacciones serían las que caracterizarían las metrópolis del futuro. Con este mismo paradigma ha sido realizada la actual delimitación de aglomeraciones metropolitanas que utiliza el DNP para formular políticas de desarrollo urbano. Ojalá no caigamos en la tentación de resolver los problemas contemporáneos acudiendo a la mentalidad decimonónica o, en el mejor de los casos, a las inciertas suposiciones sobre el futuro imaginadas hace setenta años.