Armando Borrero Mansilla
Sociólogo, Especialista en Derecho Constitucional, Magíster en Defensa y Seguridad Nacional.
La inseguridad de los recuerdos y la identidad
Edición N° 14. Octubre-Noviembre de 2021. Pensar la Ciudad
En la complejidad urbana “vive” una comunidad de difuntos que sufre también la inseguridad cotidiana. No tienen celular que los haga atractivos como víctimas de la rapiña callejera, más violenta que nunca, ni son objeto de cosquilleo u otras artimañas. Insensibles al clima, no duermen bajo llave y abrigo, pero están en la mira de un grupo de vándalos de nuevo tipo. Armados de juicios moralistas, ignorantes de los avatares del tiempo pasado y de las culturas en que han vivido, se dedican a destruir monumentos recordatorios del pasado nacional o local.
Se puede estar de acuerdo en que no hay una buena distribución de los méritos para ser acreedor de una estatua en bronce o en humilde cemento estucado. Pero toda estatua erigida tiene su razón de ser y, no son precisamente las evaluaciones del comportamiento del agraciado en todos los aspectos de su conducta o de sus logros. Tampoco los valores de hoy, bienvenidos y apreciados, pueden ser la medida que los encarame al pedestal. Si así fuera, deberíamos aplaudir a los talibanes que destruyen el legado cultural de civilizaciones milenarias. Si por las feministas de hoy fuera dable, caería la estatua ecuestre de Enrique IV en París, por su doble condición de “gocetas” y abusador, y Pedro el Grande, cruel y feroz represor de sus opositores, no cabalgaría bajo la luz de las noches blancas en San Petersburgo, si con los derechos humanos se le juzgara.
Pero ni el uno, ni el otro, ni los demás que puedan contabilizarse a lo largo y ancho del globo, están allí por ser “políticamente correctos” en los términos de hoy. Enrique está allí porque los franceses lo consideran uno de sus mejores gobernantes. Pacificador de la sociedad y benevolente con el pueblo. Pedro sigue cabalgando por su papel histórico como modernizador, por su visión geopolítica y por el engrandecimiento del Imperio. No se les puede exigir, con los valores actuales, que fueran una especie de Nelson Mandela de los siglos XVI y XVII.
La inseguridad en que malviven las estatuas y otros monumentos de la ciudad no proviene solamente de un vandalismo ignorante. Proviene del Estado mismo. Las autoridades trasladan, guardan y esconden los símbolos de la historia y de la identidad, con criterios que no solamente demuestran ignorancia; también demuestran incapacidad y mezquindad. El monumento de Ayacucho, en el perímetro de la Casa de Nariño, hará unos 30 años fue movido “provisionalmente” y así Sucre fue a dar a un patio interno, sin que hasta el momento autoridad alguna haya expresado intención de restituirla a su antiguo lugar. La estatua de Santander que estaba en la Ciudad Universitaria, por paladín de la educación y fundador de la Universidad Central, espera en alguna bodega que le perdonen el pecado de no haber leído un Manifiesto publicado 8 años después de su muerte. Y qué decir de Colón y la Reina Isabel. Colón, marino al fin y al cabo, seguramente no se altera con los movimientos, pero Isabel debe estar mareada de dar vueltas por Bogotá. Nariño no ha salido del centro y hasta lo han acercado a su casa natal, pero también fue despojado de su exposición popular en la plaza de San Victorino. La edición dominical de El Tiempo (0ctubre 3) da cuenta de los movimientos de 10 monumentos bogotanos.
El Bolívar ecuestre de Frémiet es el último y muy sensible. Se entiende la necesidad, pero el proyecto de restitución es mezquino. En este caso la presencia imponente que lo hacía símbolo de acogida, puerta de ciudad, se cambia por una posición, seguramente menguada, sin la perspectiva visual y el cubo que lo hacía foco de la vista pública. Ahora se proyecta como un caballo escondido en un parque y unos muros en otro lugar, muros que parecen equipamiento de parque infantil para jugar a las escondidas. Se disocia así, la conjunción de una escultura de buena factura con el contexto de las batallas que el héroe dirigió o inspiró. Aquí lo único que cabe, es tener un espacio similar y una réplica exacta del monumento que está ya en la memoria de los bogotanos.
La inseguridad de la memoria es un golpe a la identidad. En sociedades serias se mantiene el símbolo. Hace casi 40 años escribí sobre la “cambiadera” de los billetes del Banco de la República, que no permite fijar un símbolo estable en la mente de los ciudadanos. En esa ocasión expresaba que un billete era también la patria en el bolsillo. La inflación puede hacer las paces con el símbolo y abrir campo para las demandas nuevas de la actualidad. Con el equipamiento monumental urbano se debe transmitir la idea de permanencia y estabilidad, no la de provisionalidad e impertinencia.
Pero volvamos al vandalismo y a la ideologización de los monumentos. El representado debe ser entendido en su contexto. Debe ser situado en la época, en los valores de la misma y en el significado de la acción que se resalte para el discurrir de las sociedades. No es juzgable con los valores de hoy, los que probablemente no existían en el momento de la historia conmemorada.
Un ejemplo para estudiar es el de los indígenas contra la imagen de los conquistadores. En el momento histórico del encuentro entre una civilización europea de hace 500 años, técnicamente superior, con una organización política compleja y una idea nacional que despuntaba con fuerza, y frente a unos grupos humanos estacionados en el paleolítico, dispersos en el territorio, sin lengua común ni instituciones políticas desarrolladas, sin mayor contacto entre sí, no pudo suceder nada diferente de lo que ocurrió. Y no es determinismo. Es la consecuencia lógica del choque de una edad del hierro contra otra edad, la de piedra. Sin visión del mundo compartida, el dominante impuso la propia. Los elementos de identidad para rutinizar la dominación, los impuso el más fuerte. ¿Cómo juzgar moralmente por fuera de nuestro tiempo?
Negar el ancestro europeo y su legado cultural no tiene sentido, como tampoco lo tiene negar el indígena y el africano. Aquí, en esta tierra, se produjo un fenómeno específicamente americano, que ya no es totalmente ni lo uno, ni lo otro. Pero la cultura de ese producto es mayormente europea occidental. Negarlo es contraevidente. Lo biológico es cada vez menos importante. La ciencia arrasó con el concepto de raza. Otra cosa es la persistencia de un racismo estructural que debe ser combatido con el arma del conocimiento. Pero es otro tema.
La ideología política es el otro factor de inseguridad para los ciudadanos de bronce. Derribar la estatua de Santander es una tontería cargada de prejuicios que no resisten el arma de la crítica. La estatua transmitía un empeño y un intento de forjar una tradición de culto a la educación. Como todo monumento, daba identidad y continuidad. Con esa escultura no se realizaba un juicio a la totalidad de un hombre, solamente un reconocimiento al esfuerzo que supuso su tarea educativa en medio de las limitaciones del momento.
Muchas más razones hay para seguir con este tema. Por ahora baste terminar con la consideración de una relación entre la inseguridad ciudadana y la inseguridad de lo simbólico en una sociedad. Algo puede ayudar la transmisión de estímulos de identidad y de continuidad para la conformación de una cultura cívica. A través del símbolo se puede reconocer al otro, al diferente y hasta al adversario. Se puede enseñar a hacer pactos honrados entre todos los colombianos. Lo primero, construir una identidad común como nación.
Fuente de la imagen: Leonel Cordero