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Ricardo García Duarte

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Rector Universidad Distrital

Francisco José de Caldas

La navidad, la peste y la salvación


Edición Nº 7. Diciembre de 2020. Pensar la Ciudad
Autor: Ricardo García Duarte | Publicado en December 22, 2020
Imagen articulo La navidad, la peste y la salvación

Retorna la navidad, mientras la ciudad es sorprendida aún en medio de la peste. Llega como un jubiloso destino con sus luces de artificio y sus anhelos genuinos de risa colectiva, aunque el virus se pasea todavía como una oscura niebla bíblica por entre las esquinas y las calles, sin detenerse siquiera en el dintel de las puertas. 

El contraste es perturbador: las iluminaciones y las alegorías dichosas de la tradición hacen presencia en el mundo exterior; y, sin embargo, la noche aprensiva se instala en el mundo interior de todo aquel que esté en situación de riesgo o que guarde duelo por alguien que le ha sido arrebatado de manera abrupta y sin compasión. 

El orden de las metáforas religiosas 

La natividad es irrupción luminosa pero también profecía cumplida. Es el destino que se anticipa. Si por un lado es la representación del nacimiento biológico, como prodigio de la vida, es por otro lado revelación y expresión de la esperanza que por fin hace su arribo.

Muchas culturas religiosas construyen una fase trascendente del existir, para afirmar sin vacilaciones la consolidación de unos lazos sociales que se anuncian siempre frágiles; que lo son ciertamente, en razón de la escasez y la penuria, de los accidentes y la enfermedad, de la esclavitud y la opresión. Así se forja el universo indestructible de lo trascendente, esa creencia en el más allá, que abre el camino para el descenso del salvador; porque al mismo tiempo se reconoce la debilidad del más acá, esa miseria real del mundo terrenal.

Las certidumbres de la divinidad mantienen en pie, con la fuerza secreta de los imaginarios extra-mundanos, lo que de contingente e inestable tiene este ‘valle de lágrimas’.

Entre la esfera celestial y la tierra, emerge imaginada la posibilidad de salvación, idea ésta encarnada en un Mesías; en el cual al mismo tiempo se integran la condición de divinidad y la de hombre; por cierto, una operación de gran eficacia teológica, porque de esa manera se puede adosarle a ese salvador, la virtud de la piedad, factor de humanización, con el que él mismo es capaz de sentir conmiseración hacia esa comunidad pesarosa, rodeada de incertidumbres, cuyo telón de fondo es la muerte, el fin de los seres que son apenas accidentes, contingencias.  

La peste fue siempre el hecho social que reunía el amasijo más inquietante de incertidumbres, por todo lo que ha poseído de terrible, de incomprensible; por todo lo que ha significado como encadenamiento de contagios múltiples. Debido a esos mismos motivos, podía convertirse a la vez en pecado y en redención; ser representada como enfermedad o como castigo divino, un castigo del que pudiera salir redimida la comunidad humana, si al mismo tiempo asumiera el arrepentimiento como una experiencia en la que se unirían el dolor y la expiación.

De ahí que el Mesías venga a ser la contraparte, esto es, el antídoto supremo. Quizá la peste, ese flagelo ubicuo, sea una de las peores manifestaciones del mal, porque agobia, porque disminuye al cuerpo, fractura la comunidad y finalmente pone bajo amenaza la existencia misma de la humanidad, cuyas resistencias naturales pueden extraviarse sin remedio ante los ataques arteros del enemigo invisible.

Además de ser materialmente un fenómeno de efectos desastrosos, es la metáfora apocalíptica de uno de los enemigos que acecha a la comunidad humana; del mismo modo como el salvador ungido, es simbólicamente la gran metáfora para entender la superación de las desgracias reales; así él tenga que sacrificarse más tarde para resumir en su dimensión humana el dolor que redime a la sociedad sufriente.

Distancia

El cántico esperanzador de la vacuna

Este juego de metáforas religiosas sirve obviamente para alimentar con eficacia simbólica el valor de lo que viene como promesa, el sentido escatológico del mañana, bañado siempre por una luz nueva. Pero ciertamente no basta para disminuir la propagación del mal, dicho esto en términos biológicos y no morales. No es suficiente para que sea cortada la racha de enfermos y de muertos, que golpea y destruye el tejido social de la comunidad.

El espacio imaginado de la salvación es ocupado ahora por una entidad, por una fuerza de gran potencia; y, sin embargo, demasiado terrenal; por una mítica nueva, si se quiere, que busca también la verdad, esto es, la ciencia, eso sí, respaldada paradójicamente por las prácticas más intensamente empíricas y más irreductiblemente experimentales. 

Con sus cánticos augurales, esta navidad curiosamente llega, no solo con los eventos celebratorios de la luz, sino con los ecos efectivamente expectantes de la vacuna contra el COVID-19, el verdadero antídoto contra el mal, el prana inoculado, necesario para neutralizarlo.

No es un profeta divinizado el que llega, pero casi adquiere contornos míticos por todo lo que encierra como hecho anunciado y esperado, mientras al mismo tiempo incorpora la fuerza escatológica que señala un horizonte de futuro. Causa por la cual, representa una nueva energía apoyada en la racionalidad, aunque por otro lado también refuerce un poder a escala mundial, condensado en los grupos de la industria farmacéutica y en sus alianzas con los Estados de mayores recursos; un poder suave (soft power), pero poder, al fin y al cabo. Esta será la navidad desangelada del virus, pero también esperanzadora de la vacuna.