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Rendición de cuentas 2019
Iván Darío Álvarez

Iván Darío Álvarez

Codirector y fundador del Teatro de títeres la Libélula Dorada 

La sonrisa enigmática de la ciudad lúdica


Edición Nº 4. Septiembre de 2020. Pensar la Ciudad
Autor: Iván Darío Álvarez | Publicado en September 07, 2020
Imagen articulo La sonrisa enigmática de la ciudad lúdica

¿No habremos de buscar ya en el niño las primeras huellas de la actividad poética? Acaso sea lícito afirmar que todo niño que juega se conduce como un poeta, creándose un mundo propio o, más exactamente, situando las cosas de su mundo en un orden nuevo grato para él.

  Freud, El poeta y la fantasía.

El juego como la risa es un hecho universal y el niño el más feliz emisario de su embriagante existencia. Desafortunadamente el presunto progreso moderno es un signo de eficiencia y seriedad tendiente a potenciar el aburrimiento generalizado. Máxime cuando esté se refleja en cierto tipo de adulto neurótico, quien abrumado por su rol de productor ha renunciado de forma tajante y definitiva al juego como actividad libre, porque no sirve a ninguna causa de las tan estimadas útiles y rentables en el mundo del mercado.

La fatal consecuencia que se obtiene de esta absurda mutilación del espíritu del juego, es la obstrucción emocional del niño, a quien de paso se le niega  este derecho que opera invisiblemente como un factor de afirmación y enriquecimiento personal.

Cuando así actúa esta cultura adulta, ignora que al dejar fluir la energía lúdica, está se convierte en un verdadero alivio para toda clase de seres agobiados por las preocupaciones existenciales, los excesos tormentosos del estudio o el trabajo.

El juego pone de manifiesto una idea sublime de la vida, en contravía a la habitual rutina y a los hastíos contemporáneos, que con vigor se hace extensiva a la colectividad como invitación cómplice para el goce y el abandono.

Es preciso observar que contrario a la realidad, más centrada en las obligaciones que en el deseo, el juego es una ficción en la que se cree voluntariamente porque estimula grandes apetitos de emoción. Es decir nos compromete, y gracias a su poder envolvente, el conocimiento del cuerpo y la mente se alimentan de su secreta savia. No predetermina oficios pero sí genera aptitudes y cualidades.

Por otra parte jugar es experimentar la vida amable y en plenitud. En su reino la confrontación se torna deliciosa como si nos encontráramos frente a un abismo fascinante o en su reverso favorece armónicamente la ayuda mutua.

Es claro que en el juego todo adversario es la imagen del compañero de alegrías siempre compartidas. En ese sentido los roles del tú, yo o él, fluyen y se confunden en el mar de las sensaciones.

El juego cambia la convivencia en sagrado convite. Es sabido que crea normas de tiempo o fronteras espaciales, pero éstas se aceptan desprevenidamente porque son el fundamento mismo del placer. Así, el niño al construir por sí mismo sus propias reglas del juego, aprende de paso a valorar sus límites, esto es, a no exagerar sus posibilidades protagónicas en lo colectivo, a no trampear, porque la trampa es la mentira ciega de quien pretende desconocer la grandeza del otro. En últimas, las reglas permiten los autos conocimientos que nos conducen a ser sinceros consigo mismos.

Es obvio que inevitablemente en el juego se gana o se pierde con el único afán de obtener el máximo de placer. Pero independientemente de los resultados finales, lo más bello del juego está en la repetición, porque sin duda una vez anulamos lo acumulado, el volver a empezar excita y colma con sobrada fascinación, el gusto por la aventura azarosa del nuevo comienzo. Perder entonces significa anhelar otra oportunidad, porque en el juego nunca nadie es tan poderoso como para vencer definitivamente y es allí donde reside la fuerza de su infinito encanto.

Con el juego la mirada se pierde en el horizonte, abriéndonos el gran abanico cultural de los innumerables juegos que señala la redondez del planeta. Estos en su diversidad ofrecen a los sentidos un menú exquisito. Sólo basta observar que en unos se privilegia la inteligencia creadora y en otros el cuerpo renace, cuando el movimiento permite la expansión y la conquista de un territorio, gracias al dominio de múltiples habilidades.

Es gratificante ver cómo los juegos corporales mantienen viva la flexibilidad natural del niño. Moverse es, y ojalá siga siéndolo, otro de los infatigables atractivos del espíritu infantil. Es evidente que su aleteo diario necesita libertad de movimientos, porque su cuerpo es un desorbitante emisor y receptor de la acción simbólica que convoca y desata el juego.

El juego dramático también es la representación viva de su poder imaginario, al favorecer en el niño su capacidad de desdoblamiento. La imitación y las metamorfosis ficticias son ingredientes que él va mezclando con la libertad que le dan sus fantasías. Y al asumir con confianza el amplio arsenal de roles posibles, se apropia del mundo recreándolo. A su vez el lenguaje se enriquece, hay fluidez  verbal, y lo que es mejor aún, hay encuentro comunicativo.

El juego es pues un cosmos autónomo que no tiene por qué reñir con el trabajo, ni con el conocimiento placentero, pero tampoco debe ser desdeñado por un autoritario concepto del tiempo utilitarista. Si algo hermoso nos recuerdan los niños, el juego y la poesía, es que también somos navegantes del ensueño, que de suspiro en suspiro transitamos hacia paraísos efímeros situados más allá de la racionalidad productiva.

Por todo esto los adultos poseídos por un espíritu libre y lúdico debemos insistir en recuperar la importancia del juego como valor supremo de la infancia, porque redescubrir sus alcances es también una forma de devolverle espacios al sueño, a la paz y a la utopía.

En la ciudad cada uno se juega la vida en un laberinto de posibilidades, en eso las ciudades se parecen a los juegos de azar. En la ciudad el juego de la vida invita a disponer del tiempo, de los espacios, de las formas, como parte de la experiencia donde el placer de vivir también nos habita. Es interesante pensar la ciudad desde el juego. Tema  para  quienes dirigen los destinos del mundo no parece “serio”. Persiste la idea que jugando se “pierde el tiempo” o nos tornamos ridículos. El aire libre, el potrero, el bosque, los patios de recreo, las calles vacías, el parque: invitan al niño, al joven a jugar, a tener un contacto más estrecho con su cuerpo, su mente, sus sentidos. La vida adulta conspira contra esa alabanza a nuestra necesidad de jugar.


En aras de una pedagogía de la imaginación, apremia un urbanismo lúdico que se preocupe más por los espacios para la expansión del cuerpo y el espíritu. Requerimos urbanistas aliados que vean al ser humano de una manera más integral que entiendan que la construcción del sí mismo, pasa por los espacios del regocijo, en los que el yo adquiere herramientas que posibilitan el sentido y el bienestar de la vida. Se necesitan espacios adecuados para jugar y soñar. Cuando se diseña un colegio se piensa de inmediato solo en salones de clases. Son pocos los colegios donde hay auditorios, espacios vacíos y transformables o talleres pensados en función del arte. A los urbanistas futuros ojalá se les permitiera poner toda su creatividad al servicio también de ese tipo de actividades y espacios que nunca son tenidos en cuenta. Ese sueño arquitectónico contribuiría a fortalecer la esperanza de evolución de la ciudad. Sería importante que los arquitectos consultaran esas necesidades no valoradas por el funcionalismo que los poderes invisibilizan o marginan, pero que aportan otras fuentes de conocimiento para el buen desarrollo de la vida. El reto es hacer que los espacios de la educación se parezcan cada vez menos a cárceles y cuarteles. La enseñanza tiene que transgredir desde la arquitectura las cuatro paredes habituales del salón.

A su vez, necesitamos una educación nómada, que así como se apropia de nuestro espacio como lugar múltiple, también sea susceptible de futuras transformaciones para que en su cotidianidad no se estanque o se muera. La educación como lugar no debe aislarse de todos los demás espacios de la vida. Debemos propugnar para que se convierta en un gran puente.

No hay ciudad sin seres errantes, peregrinos en tránsito de lugar en lugar, buscadores de respuestas a sus incesantes preguntas, a sus obsesiones, a sus angustias. Ella se bifurca en múltiples cruces de caminos para multitudes ansiosas y solitarias. La ciudad nos fragua en sus avenidas sin sosiego y en ellas no cesamos de tratar de entender esa luz misteriosa que proyecta todo lo real y su paisaje de transeúntes en ebullición continua. Sin embargo, a lo largo y ancho de su mapa creciente, es nuestra maestra, el imán que nos atrae con sus espejismos para conformar masas anónimas que circulan como la arena flotante de un desierto. Pero es en esa sequedad paradójica donde también crece la dicha colectiva de vivir con una sed intensa. Esa ciudad que nos sorprende con su juego de imágenes, es como todo futuro una utopía, una sonrisa lúcida y enigmática de una hipotética ciudad lúdica, es un largo poema que está naciendo y que aún está por inventar.