Ricardo García Duarte
Rector Universidad Distrital
Francisco José de Caldas
Mujer y ciudad
Edición N° 11. Junio-Julio de 2021. Pensar la Ciudad
La mujer en la ciudad es antes que nada una promesa de independencia. No en la ciudad antigua, por supuesto; sino en la moderna. En la primera no podría suceder, pues en la polis por ejemplo, estaba confinada a las ceremonias religiosas, a la atención de los hijos y al oscuro ámbito en el que se imponía la autoridad del marido. Por el contrario, en la ciudad industrial, populosa y liberal, la condición de la mujer cambió radicalmente. Las exigencias y desmesuras del mercado; también las de la producción masiva; forzaron las puertas de cada casa y atrajeron a madres e hijas; las que de ese modo fueron empujadas al trabajo exterior; a la fábrica y al almacén, a la oficina y al taller.
Reivindicaciones de igualdad
Que las mujeres entraran al mercado laboral y a la formación profesional, era una propuesta de libertad que venía aparejada con la ciudad; pero también una multiplicación de dificultades existenciales. La ciudad las liberaba, solo que también las sobrecargaba de ocupaciones.
Tal vez fue Federico Fellini, el que con mayor perspicacia y una ironía demoledora, retrató esta situación enajenante en medio de la libertad. La plasmó en su filme “La ciudad de las mujeres”. En esta última se perfilaba un sin fin de actividades públicas que se sumaban a las viejas tareas del hogar, jamás sustituidas del todo. Hacían falta numerosos brazos y manos, como los que poseía la diosa Vishnú en la India mitológica, para asumir la faena diaria, esa proeza reiterada.
Aún así, la incorporación masiva al universo del trabajo y la educación, con esa independencia salarial e intelectual que ello suponía, trajo un horizonte de reivindicaciones femeninas. Las que siendo muy progresistas, sin embargo no se agotaban en las posibilidades de igualdad frente al hombre. Por el contrario, dejaban al descubierto la dilatada e inexplorada esfera de lo que significaba el “ser femenino”.
Mostró la riqueza oculta del proceso que consistía en hacerse mujer, y no solo en serlo. Todo un campo del conocimiento y de la crítica social, agenciada esta última por el feminismo de segunda generación, el mismo que terminó nucleado en torno a la idea de que las identidades diferenciadas del género, por mucho que no lo parezcan, son construcciones históricas y no apenas determinaciones biológicas.
Este concepto que le dio tanta cabida a lo contingente, a lo que es variable y voluntario, en una dimensión tan aparentemente invariable como el sexo, no podía surgir sino en la ciudad moderna, en ese universo urbano con aires de cosmopolitismo y liberalidad. Justamente porque dicho universo estaba ingrávidamente sostenido por la fugacidad en las relaciones que albergaba.
La fugacidad en los encuentros y la evanescencia en las imágenes, algo tan propio de la ciudad, facilita esa mirada inclinada a lo accidental y modificable, incluso cuando se trata de la sexualidad. Con mayor razón, si se deja intervenir la efervescencia de las ideas, las que reverberan sobre todo en las universidades.
De ahí que en el cruce de esos dos espacios sociales, el de la escuela y la ciudad, emergiera no hace mucho tiempo, una flor cultural, la del feminismo, obra y palabra al mismo tiempo; mejor dicho: acción y discurso. Un discurso nutrido por el psicoanálisis y la filosofía; además por otras ciencias que han gozado de esplendor en los campus, aunque ellas mismas hayan sido cuestionadas por acoger sesgos machistas, como formas del pensamiento.
Utopía y feminismo
Por otra parte, Michelle Le Doeuff, autora especialista en literatura y filosofía, ha llamado la atención sobre un acontecimiento estimulante y revolucionario, el del nacimiento contemporáneo de las utopías en las universidades. Aquellas, que por cierto anunciaron la modernidad, se repiten hoy bajo la modalidad de nuevos enfoques teóricos, a propósito de un mundo mejor, como respuesta a las crisis e inconsistencias que exhibe el modelo de sociedad ilustrada.
El feminismo, que impugna radicalmente el orden patriarcal, sin limitarse a postular la igualdad con respecto al hombre, hace parte de las utopías del presente, aquellas que ponen el acento en las subjetividades; es decir, en los llamados valores post-materiales, no ya únicamente en las reivindicaciones económicas.
Utopías contemporáneas, las ha habido desastrosas, como las que prefiguraron los Estados totalitarios, después de cuyo derrumbe se vaciaron de sustancia las ilusiones revolucionarias, por lo menos bajo una primera impresión. Persiste, sin embargo, la idea marxiana de que en los elementos de la sociedad actual, incluso en la faceta más ruinosa de su existencia, se adivinan los trazos de la sociedad del futuro. De modo que lo “nuevo es algo procurado en el movimiento de lo existente”, de acuerdo con la afirmación de Ernest Bloch, el erudito filósofo de las utopías. Tales trazos debieran emerger cada vez más nítidos, en la medida en que los prejuicios herrumbrosos que sobreviven en el subsuelo de una civilización patriarcal se quiebren bajo sus propios cimientos.
Son los ramalazos tibios y prolongados de la pacífica revolución de la mujer, los que terminarán echando por tierra esas imperturbables columnas de Hércules, tanto las del machismo vulgar, ofensivo y violento, como las del patriarcalismo sutil, el que se esconde en los pliegues del “buen” orden social y político.
Escuela y ciudad definen las coordenadas de un feminismo serio. Que sea capaz de subvertir los imaginarios larga y subrepticiamente trabajados en favor de la superioridad masculina. El feminismo de segunda generación ha surgido como una utopía realizable, compatible con la libertad.
A este propósito, Bloch defendió siempre esta divisa ética: “pensar significa traspasar”. En esa acción de traspasar lo existente y lo real, radican las utopías, esa materialización de los sueños que descifran el sentido de la transformación social; eso sí, sin los artificios y arbitrariedades que lesionan la democracia, en vez de robustecerla.
Uno de esos sueños se fundamenta en la reconstrucción de las identidades de género; naturalmente, mediada por una autonomía más expansiva en las experiencias subjetivas de la sexualidad. Que, como utopía realizable, como “sueño diurno” o como un soñar despierto, expresión del filósofo alemán, encuentra su hogar en la universidad y en las pedagogías críticas que la difunden. Es, por cierto, lo que ha sugerido la feminista francesa ya citada.
El espíritu de alteridad o reconocimiento del otro; la tolerancia y la creación de imaginarios propios de lo femenino, deben copar la esfera de lo público. como si fuera una apropiación del discurso y la praxis desde la condición de mujer. Es un acervo de valores, de los que ha de imbuirse la ciudad, entramado de relaciones y significaciones. En otras palabras, el urbanita ha de reinventarse, en tanto sujeto, como si él mismo fuera una anatomía cruzada por el efecto de simbolizaciones próximas de lo femenino. Por tanto, apegado al cuidado y no al egoísmo; a la protección y no a la rivalidad feroz; eso sí, más emancipado y dueño de su destino.
El horizonte de la ciudad imaginada coincide con una cartografía social más plural y a la vez más cohesionada, en la que prevalezca la escogencia de identidades que coexisten y se enriquecen culturalmente: la nueva ciudad de las mujeres.