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Andrés Castiblanco

Andrés Castiblanco

Doctor en Ciencias Sociales. Coordinador de la Maestría en Investigación Social Interdisciplinaria de la Universidad Distrital

Jaime Wilches

Jaime Wilches

Doctor en Comunicación. Docente e Investigador. Administrador de Contenidos de la revista digital Pensar la Ciudad

Pandemia social y bioseguridad excluyente


Edición Nº 7. Diciembre de 2020. Pensar la Ciudad
Autor: Andrés Castiblanco | Publicado en December 22, 2020
Imagen articulo Pandemia social y bioseguridad excluyente

Los ritos constituyen el sentir y la idiosincrasia de la sociedad. Ricardo Arjona, el poeta incomprendido, se quejaba en una canción que lo bautizaron sin avisarle. Lo que no comprendía la canción es que la familia sabe a la perfección que aquel rito católico es una buena excusa para salir de la modorra de la vida funcional. Es el momento perfecto para hacerle el quite a un domingo de insomnio/depresión e ir a potenciar el existencialismo, pero con un buen plato de lechona y una tajada de torta (en lo posible de tres leches).

Los ritos no se explican en grandes auditorios académicos (salvo los acercamientos de los antropólogos en sus interpretaciones). No tienen metodología. No los explican los científicos de bata blanca en los laboratorios. Los critican infructuosamente los intelectuales que refunfuñan por la ventana al ver que las mayorías no tienen su capacidad de discernimiento de la realidad. Y por un momento los científicos tuvieron la oportunidad de los 15 minutos de gloria que reclamaba Warhol. Apareció un virus, producto de la irresponsabilidad del ser humano con el medio ambiente y el planeta tierra -como bien lo plantea el divulgador científico David Quammen-, y como toda novedad se hizo exótico, impredecible y símbolo de atracción: era el momento de la ciencia.

Los gobernantes y líderes de la aldea global, casi siempre ubicados en el escalón más alto de la ineptitud y la ausencia de sentido común, simularon escuchar, atender recomendaciones y formular políticas de choque para enfrentar la pandemia de la Covid-19. La sociedad habituada al pánico y al miedo se escondió, protegió sus intereses inmediatos y recordaron su visión de corto plazo de una vida aceitada por un modelo económico que privilegia lo urgente y no lo necesario. El coronavirus entró en shock porque al querer mostrar la furia de su contagio encontró que la pandemia del individualismo posmoderno es más poderosa y al parecer tiende a ser inmortal, incorregible e implacable. 

Las decisiones “excepcionales” del gobierno pronto entraron a formar parte del portafolio de decisiones que se suspenden en la ley y se vulneran en la imposición de la inmediatez. Punto para los emprendedores y sus tapabocas de colores. Mención de honor para los pluxímetros utilizados por los guardas de seguridad que parecen sentirse con poder de apuntar a manos y cabezas para escanear el peligro que representamos para el statu quo. Y el premio del jurado para los ritos de la bioseguridad que comenzaron a formar parte del paisaje de las ciudades de manera estratificada.

El rito de disimular que somos disciplinados y acatamos las reglas es la “nueva normalidad de la misma normalidad”, en la que prevalecen las cosas sobre las personas..

Los que tienen dinero y gozan de las bondades restrictivas del capital especulativo son condecorados por la disciplina que otorga el no sentir angustia por el desayuno del siguiente día. En los restaurantes el mesero te entrega bolsitas biodegradables para que guardes tu tapabocas de temporada. En los aeropuertos te llaman de manera constante a guardar la distancia y en los clubes hay un riguroso plan de limpieza a las zonas comunes, los salones de té y, por supuesto, uno de los símbolos de la sociedad líquida “La piscina”.

En la orilla de los que trabajan para alimentar la voracidad tributaria del Estado y están adobados con el eufemismo del teletrabajo, se encuentran aquellos que hallan en los Centros Comerciales la vieja fórmula para salir de la pesada pregunta ¿Y ahora a dónde vamos?, en la que ahora se incluye alcohol, gel antibacterial, señalizaciones cuidadosas y recomendaciones bondadosas de como consumir, pero con “precaución y pensando siempre en tu familia al regresar a casa”. A estos “clase media” se les llama a ser los héroes de la reinvención, del emprendimiento y de la transformación de los roles tradicionales de la sociedad. 

Y en la orilla de las zonas populares, donde está la esfera pública descuidada, vilipendiada y maltratada por la Colombia sin nación, están todos, la mayoría, los mismos de siempre -antes y después del coronavirus-. Repiten los ritos de los de arriba, las versiones de segunda de los que están en el medio y a su modo construyen la narrativa de la pandemia. Pero son muchos, igual que sus necesidades, así que se hace imposible tener los ceremoniales silencios de los barrios exclusivos o los angustiosos conjuntos cerrados hipotecados a 15 años. 

Los de abajo, los que impulsan la economía a las buenas o a las malas, viven el rito a su manera. Los de arriba, los acusan de irresponsables e ignorantes; los del medio callan para no perder los pequeños privilegios que financian sus usureros bancos; los de abajo a exponerse porque ya suficiente con el distanciamiento social que les ha impuesto un país inviable. 

Gráfica

Este es el país del Sagrado Corazón y antes que este, el de la Virgen  de Lourdes, el país donde han ocurrido masacres todo el año, masacres con tapabocas o sin ellos, donde lideres sociales y estudiantes han sido perseguidos con protocolo o sin el, con las armas desinfectadas por el calor del plomo y simplemente a la sombra del descuido programado de las autoridades, ya que la pandemia ha sido el centro de los nichos comunicativos. Mientras el Estado sumergido en las mieles del inversionismo urgente y la necesidad de mantener su puesto en organismos multilaterales que parecen clubes de golf (OCDE) sigue pensando a pesar de tener la muerte en la esquina, que la presencia  de un gobierno en sus comunidades es poner más hombres armados, en parajes que no tienen  hospitales, sin redes eléctricas o vías dignas de acceso.

Esa es la Colombia profunda, la misma que reveló en estos tiempos de pandemia la capacidad de enlazar ciudades y marginar corregimientos, en territorios en que la primicia noticiosa es un youtuber que escala la montaña para donar paneles solares con el fin que casas encarnadas en la maraña tengan luz y que los niños puedan hacer la tarea para enviarla por celular sin caminar 6 horas por un pinchazo de carga. Este es el titular, el cual tapa la boca de uno más crudo y apabullante: un país que está entrando a la tecnología 5G, rodeado de vastas regiones sin acceso a los servicios básicos, la oda de la generosidad particular que deja al descubierto el utilitarismo electoral de las regiones y la verdadera ausencia de un Estado centralista en los territorios. 

Un país que en tiempos de pandemia ha visto cómo otras pandemias ya nos tenían confinados, como las de la violencia y la corrupción, las que dan cuenta por ejemplo, cómo los pobladores isleños se quedan con las manos tendidas al sol viendo sus techos volar con los huracanes, mientras el dinero para mejorar sus condiciones de vida se va por un sifón de coimas y derroches presupuestales.  Un desagüe que se hizo notorio con el acuerdo de paz, si, ese que tuvo que ser acallado con ruidos de fusiles y bandas criminales en convivencia con los gritos de los partidos de ultraderecha porque sin este ruido ensordecedor la poca dignidad política de los gobernantes y funcionarios que administran los recursos salen a flote. 

Es posible en este escenario de rituales populares, exclusiones sociales y frustraciones políticas y morales, dar cuenta del doble papel de la bioseguridad social, se instala desde el afán de preservar la vida, pero al mismo tiempo la mata, llega para inaugurar una nueva normalidad mientras trata de infundir nuevas acciones de complacencia con los malos manejos y la inequidad. Estamos al borde de  la emergencia de una política sanitaria, estructurada en las próximas contiendas electorales que cabalgarán sobre las vacunas y la recuperación económica, porque siempre nacen los motivos para que los votantes voten rabiosos, por sus mismos cancerberos. 

Esta es la biopolítica, la que en la nueva normalidad (que realmente es la misma con ademanes de ascepcia)  regulará el derecho a la vida desde la noción de la prevención. La sociedad de consumo, esa  pronosticada por las teorias de la clase osciosa del siglo XIX y criticada medularmente desde la filosofía de los años 60 ahora ahora se ensalza por los pop - up y las cookies de la Internet, al estilo de las luces de neón de los 80 que hoy son haces de luces comerciales  de farmacias, fabricas de elementos de protección y grandes farmacéuticas y sus laboratorios, campeones desde el comienzo de esta tragedia social de escala planetaria en la sociedad de la competencia y el emprendimiento, la misma que requería de la pandemia como salida a su estatus de cansancio. 

En este panorama, igual como Benedetti preguntaba en su poema sobre qué le quedaría a los jóvenes, nos preguntamos quizá con cierta retórica que resulta cínica:  ¿Qué será de las ciudades? ¿Qué aguarda a estos focos pandémicos que desbordan de infección viral y social? El precio de la civilización progresista, madre de la deforestación, la contaminación y la depredación ambiental, nos está cobrando la osadía, mientras algunos ciudadanos tratan de migrar a la ilusión de la vida en el campo, otros nos quedamos en el asfalto para comprender que esto no es un barco del que se puede saltar al asomo del iceberg, pues la ciudad nos alcanza, este navío que hace agua succiona lo que le rodea y finalmente aunque  haya resistencia, es en la ciudad donde se está decidiendo el destino del resto de las regiones. 

Así, el coronavirus ha sido derrotado en su intento de mostrarse novedoso. Si algo sabemos los colombianos es normalizar nuestros problemas y volverlos soledad. ¡Aquí no ha pasado nada!