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Carlos Vicente de Roux

Carlos Vicente de Roux

Ex concejal de Bogotá

“Plomo es lo que hay”: El uso de armas de fuego por los policías el 9 de septiembre


Edición Nº 6. Noviembre de 2020. Pensar la Ciudad
Autor: Carlos Vicente de Roux | Publicado en November 22, 2020
Imagen articulo “Plomo es lo que hay”: El uso de armas de fuego por los policías el 9 de septiembre

Lo que ocurrió el 9 de septiembre en Bogotá da pie a varias preguntas: ¿qué tan grave fue?, ¿cuándo pueden usar las armas de fuego los policías?, ¿hubo un mini golpe de estado a la alcaldesa?, ¿cómo definir lo que realmente ocurrió?, y ¿qué es lo primero por hacer para evitar que vuelva a suceder algo parecido?

La gravedad de los hechos

Para dimensionar lo que ocurrió lo mejor es hacer contrastes. En los tres primeros meses de las violentas protestas de los Chalecos Amarillos en Francia, en las que participó más de un millón de personas, fueron heridos 2.100 manifestantes y se registraron 500 casos graves de abuso policial. Sin embargo, nadie fue víctima de las balas de los agentes del Estado. 

A raíz del homicidio del afroamericano George Floyd fue incendiada y reducida a escombros una central de policía en Minneapolis. En vez de contratacar, los agentes y oficiales se retiraron a tiempo. Las movilizaciones se extendieron a 30 ciudades. En varias hubo daños a personas y bienes, saqueos y abusos policiales. No obstante, los funcionarios de la ley no dispararon contra los manifestantes ni mataron a nadie. 

Durante la sola noche del 9 de septiembre pasado, en medio de las protestas por el homicidio del ciudadano Javier Ordóñez, 12 personas murieron en Bogotá y tres en el vecino Soacha por impactos de balas disparadas, según todo indica, por agentes policiales, y otras 75 fueron heridas por esa clase de proyectiles. 

Según un “informe de las autoridades” que reseñó el diario El Tiempo, durante los días 9 y 10 de septiembre se presentaron 112 hechos de protesta y alteración del orden público, en los que participaron unos 12.000 ciudadanos, pero “los centros policiales fueron atacados en su mayoría por grupos de entre 10 y 15 personas que, aprovechando la concentración ciudadana, lanzaron elementos como piedras y bombas molotov”. Se repitió así un formato acostumbrado: manifestaciones de protesta rebasadas por grupos pequeños de activistas muy agresivos y reacción policial indiscriminada contra aquéllas y éstos. Pero esta vez la reacción incluyó el uso de las pistolas de dotación de los uniformados.

Días más tarde se anunció que 56 agentes habían accionado sus pistolas el 9 de septiembre, un dato al parecer provisional. El medio digital 070, creado por el Centro de Estudios en Periodismo de la Universidad de los Andes, reveló en el video Plomo es lo que hay, que miembros de la Policía efectuaron esa noche 345 disparos como mínimo, en los alrededores de al menos 17 CAI. Existen grabaciones sonoras de centenares de detonaciones adicionales, pero no se las incluyó en el cómputo porque no fueron captadas las imágenes correspondientes.

Los agentes que dispararon pudieron ser una minoría entre los que estaban de servicio, pero fueron flanqueados y respaldados por muchos otros. 

Limitaciones al uso de las armas de fuego

Según los Principios sobre el Empleo de la Fuerza y de Armas de Fuego por los Funcionarios Encargados de Hacer Cumplir la Ley, de las Naciones Unidas, “solo se podrá hacer uso intencional de armas letales cuando sea estrictamente inevitable para proteger una vida” (Principio 9). En consecuencia, “al dispersar reuniones violentas, los funcionarios […] se abstendrán de emplear las armas de fuego […] salvo en las circunstancias previstas en el principio 9” (Principio 14). 

La Comisión Interamericana de Derechos Humanos, al interpretar la Convención Americana sobre Derechos Humanos, de la que Colombia es parte, ha dicho que “la fuerza potencialmente letal no puede ser utilizada para mantener o restituir el orden público o para proteger bienes jurídicos menos valiosos que la vida, como por ejemplo, la propiedad”.

Comentando los hechos del 9 de septiembre, un ex comandante de la Policía Metropolitana de Bogotá, MEBOG, señaló: “si disparan a las personas y no están siendo víctimas de un ataque inminente que pusiera en riesgo su vida, es un error”. Lo de “error” es condescendiente, pero el resto se ajusta a las normas internacionales. 

¿Qué fue lo que realmente ocurrió?

Para proponer correctivos hay que comenzar por entender qué fue lo que pasó. Se ha dicho que en la noche de marras se le dio un mini golpe de estado a la alcaldesa porque el mando policial habría desobedecido su orden de no disparar o, peor aún, porque habría emitido, con desacato a la funcionaria, la orden de hacerlo.

En entrevista con la periodista Cecilia Orozco, para El Espectador, Claudia López reveló que en el Puesto de Mando Unificado, PMU, en el que permaneció varias horas esa noche, nadie dio la orden de defender los CAI a sangre y fuego, lo que fue corroborado posteriormente por el comandante (e) de la MEBOG.

Otro ex comandante de la Metropolitana declaró que los miembros de la Policía no necesitan de una orden para utilizar su arma de dotación cuando se dan las circunstancias que lo justifican. Por otra parte, es difícil que un oficial superior, por más decidido que esté a reprimir las protestas, disponga que se ataque a bala a los manifestantes, aunque solo sea por las consecuencias que puede acarrearle. Ahora, si no se expidió a alto nivel la orden de disparar, tampoco parece haberse emitido la de no hacerlo.

Más probable es que lo ocurrido haya consistido en la combinación de dos circunstancias: una sobre reacción de los uniformados in situ -disparar contra los manifestantes- ante los brutales ataques de que fueron objeto los CAI, y la ausencia de una intervención oportuna y  contundente de la superioridad para frenar esa sobre reacción. Por falta de espacio sólo se examinará la primera.  

Varios factores podrían explicar la respuesta de los policías ante los asaltos a los CAI. En primer lugar, las características de las embestidas: aunque no se realizaron con instrumentos de alta letalidad, fueron violentas, numerosas -más de 70 centros policiales resultaron atacados- y casi simultáneas. Los uniformados se vieron expuestos a ellas sin contar con equipo de autoprotección idóneo ni con armas no letales, y sin la posibilidad de recibir refuerzos de policías antidisturbios por el alto número de los ataques y su dispersión en el territorio urbano.

En segundo término, se hizo evidente que los agentes no estaban formados ni entrenados sobre los rigurosos límites aplicables al uso de las armas de fuego en el marco de las protestas. Utilizaron sus pistolas de manera bastante indiscriminada, por lo que mataron o hirieron no solo a atacantes de los CAI sino a manifestantes pacíficos, a curiosos y transeúntes, dispararon muchas veces por vía de castigo y retaliación, y actuaron, en la mayoría de los casos, muy por fuera de las circunstancias en que resultaba “estrictamente inevitable para proteger una vida”.   

Pudo intervenir también el clima de animadversión mutua existente entre los agentes de los CAI y muchos jóvenes y grupos de jóvenes de los barrios, clima alimentado, entre otras cosas, por abusos y delitos cometidos por aquéllos contra éstos. 

Finalmente, y esto fue determinante, incidió una falta muy grande de claridad sobre el porqué y el para qué de la permanencia de los uniformados en los CAI o en sus alrededores inmediatos una vez desencadenadas las arremetidas contra ellos. 

Según le dijo un general retirado de la Policía a La Silla Vacía, los agentes actuaron como si se tratara de defender o de recuperar una estación en medio de un ataque guerrillero. En otras palabras, operaron con una lógica militar, asignándole al área de los CAI el valor de una posición táctica que debía ser conservada a toda costa. Y eso a pesar de que muchos centros de atención ya habían sido destruidos, o más exactamente inhabilitados, cuando las balaceras alcanzaron su clímax. 

Los cometidos de la fuerza policial son distintos, su misión no es el combate militar sino la preservación de la seguridad y la convivencia ciudadanas.  

Para que el horror no se repita

Los sucesos del 9 de septiembre, que incluyeron además de los disparos innumerables casos de golpizas y otros maltratos físicos a manifestantes y transeúntes, han llevado a pensar que la institución policial merece ser objeto de una transformación integral, que debe comenzar por desmilitarizarla. No obstante, es urgente identificar anomalías que tendrían que ser corregidas antes de llevar a cabo reformas de envergadura.

Frente a hechos como los de aquél día -asonadas y ataques múltiples y simultáneos contra los CAI, que afecten exclusivamente a esas instalaciones, no a personas ni bienes de particulares o de otras entidades, y sin que pueda contarse con el apoyo de suficientes efectivos antidisturbios-, parece haber un único camino razonable. Es el de establecer que los uniformados se retiren de los CAI y abandonen por completo el escenario de la confrontación, como hicieron sus homólogos de Minneapolis. Lo contrario volvería a llevar, muy probablemente, a que terminen defendiendo unas posiciones y unas infraestructuras -en el lenguaje de la Comisión Interamericana, unas propiedades- con los únicos medios eficaces a su disposición: sus mortíferas pistolas. 

El presidente Duque redujo el conjunto de lo ocurrido el 9 de septiembre al asunto de las responsabilidades individuales de los que dispararon. La alcaldesa López, en cambio, le dio la trascendencia que se merecía, y reclamó reformas y medidas de fondo. 

En las democracias no se abalea a los que protestan, y si se los abalea se produce un remezón político e institucional. Se castiga a los agresores, pero también se realizan las transformaciones estructurales y los ajustes operativos necesarios para que la situación no se repita.